Según el Periódico de Catalunya, unos 100 kilómetros cuadrados, 1.300 kilómetros lineales de asfalto y más de 4.500 calles. Además de 1,6 millones de habitantes, 824.000 vehículos, 5.500 terrazas de restaurantes y 26.000 contenedores. Entre otras muchas cosas. Barcelona es una ciudad densa, globalizada, internacional y turística (olviden la pandemia por un momento), y a pesar de ello, mantiene un comercio de proximidad vigoroso. Quizás por ser, en el fondo, la unión de los pueblos que hace 170 años eran el área metropolitana de la primera ciudad amurallada. A toda esta configuración ya hace tiempo que se le unió el reparto de mercancías, la famosa carga y descarga. Y a tan urbana ocupación se le sumó el transporte vinculado a las compras por internet, que han ido creciendo año tras año y más lo hizo en 2020 gracias y por culpa del coronavirus: aumentaron un 30% respecto a 2019. El ayuntamiento, bajo el pretexto de proteger al pequeño 'botiguer', tiene entre manos una reforma fiscal que permita cobrar un impuesto a las grandes empresas del consumo electrónico por ocupación del espacio público en las idas y venidas de sus furgonetas. Pero esto va mucho más allá de apretar un botón y recibir un paquete: es, también, un reto para la movilidad, puesto que la distribución urbana de mercancías supone más del 25% del tráfico en vehículo privado y es responsable del 40% de las emisiones contaminantes derivadas del tráfico.

Es curioso comprobar cómo la política va a remolque de la tecnología asociada a los hábitos ciudadanos. Sucedió en el pasado con Uber, que ha obligado a la Administración catalana y barcelonesa hasta en tres ocasiones a actuar para controlar la situación; pasó de nuevo con Airbnb y el fin de las licencias de apartamentos turísticos; se intenta con Glovo y las condiciones laborales de los 'riders'… Hay quien considera, amén de los límites legales de cada iniciativa, que todo intento de frenar estas compañías es poner una puerta en el campo. Y hay quien aplaude el intento de preservar cierta esencia y autenticidad de los gremios históricos de las ciudades. Ese 20% de desplazamientos ligados a la carga y descarga han ido vinculados, además, a la situación económica. Entre 2009 y 2014, por ejemplo, descendieron casi un 10%. La mayoría de los movimientos, por cierto (más de 7 de cada 10) se originan fuera de la ciudad, donde tienen su 'enterprise' las empresas de comercio electrónico (Amazon en El Prat o Barberà del Vallès, por ejemplo). Otro buen indicador del estado de la cosa es la cifra de camiones y furgonetas matriculados en la ciudad. Son 55.368, pero llegaron a ser casi 80.000 en el 2004.

Para realizar el reparto, la ciudad cuenta a día de hoy con cerca de 9.600 plazas de carga y descarga, una cifra que en 2008 era de 13.123, un 27% superior. La escasez de estacionamiento, junto con la picaresca de algunos conductores de intentar acercarse lo máximo posible a la puerta de destino, complican aún más si cabe el tráfico en muchas zonas de la ciudad. Y puede que antes, cuando las calles tenían más carriles, no se notara tanto que un vial estaba ocupado por furgonetas buena parte de la mañana. Ahora, con la ampliación de aceras (el aparcamiento en la zona peatonal ganada al asfalto con urbanismo táctico daría para un capítulo aparte) y con menos espacio para el vehículo privado, cualquier tropezón se nota mucho más que antes. Es decir: si tiempo atrás ocupaban uno de cuatro carriles, en esa misma calle pueden estar inhabilitando uno de tres, con lo que la presión crece un 25%