Estas primeras semanas del año, la restauración respira sostenibilidad por casi todos sus poros. Al menos eso es lo que se puede ver, escuchar o leer, fruto de los numerosos actos, reuniones, escritos y declaraciones que los diferentes media nos facilitan. Incluso en Bruselas siguen las deliberaciones sobre las GPP, que ayudará, en breve, a armonizar criterios en materia de compras verdes.

Todos son plácemes y parabienes para operadores y profesionales que la practican, si bien puede que, a algunos, les falte una visión holística de la sostenibilidad, pues parece que todo se acaba en el plato o si acaso, en unas prácticas sobre responsabilidad social, dicha, corporativa, bien propias de engordar -en ocasiones- los anales del ya obeso dossier del “green-washing”.

Hay animadversión a mirar hacia el back office para todo lo que no sea luchar contra el desperdicio alimentario- si cabe, el residuo orgánico- y cuesta encontrar quien se faja con la gestión integral del consumo de agua, de químicos para la limpieza, de energía eléctrica, de gases fluorados en los equipos de frío, de los otros gases que deberían salir más impolutos por las campanas de extracción hacia el aire de las ciudades, de materiales de decoración suficientemente certificados como no contaminantes o quien se libera de su causa inductora de congestión de tráfico o contaminación de CO2, por no haber logrado comulgar con el principio de una sola entrega ,cerca de sus principales proveedores.

Claro que, después, hay que saber comunicar que uno es sostenible de verdad. Narrar el contenido de un plato es un ejercicio de poesía; contestar al comensal sobre cómo en los lavabos el inodoro funciona sin agua ni químicos, también.